Escritor, profesor, dramaturgo, laicista... Contenido | Principal | Contactar | Buscar | Índice

El largo combate de un viejo laicista


Texto del prólogo

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Serán estos los restos de un combate. De un combate a lo largo de toda mi larga vida defendiendo mis ideas. Los restos del combate de un escritor son palabras escritas. En mi propio caso, varias novelas, un libro de relatos cortos, otro de cuentos infantiles, tres libros de humor, un par de obras de teatro, algún ensayo y no pocos artículos que tuvieron como campos de batalla revistas y periódicos como El Adelantado de Segovia, ABC, el ya desaparecido vespertino madrileño Informaciones, El País, El Norte de Castilla...

De mis primeros artículos no quedan rastros aparte de los que guarden en la memoria aquellos que fueron mis compañeros en la lucha clandestina contra el franquismo y que, contados con los dedos de una mano, todavía viven cincuenta y nueve años después de que, en 1946, en Segovia, para enviarlos a Madrid, imprimiéramos en una primitiva multicopista los míos y otros escritos. Orgulloso como siempre me he sentido de ella, me las apañé para hablar de aquella inolvidable aventura en tres de mis novelas y escribí un artículo que el 2 de enero de 1998 publicó El Norte de Castilla en su edición de Segovia y con motivo de la muerte de Antonio Lucio, uno de aquellos también inolvidables compañeros.

Tras mis años en la Universidad, cuando, ya aficionado a la clandestinidad, milité en la F.U.E, y aquellos otros en los que colaboré en Madrid con Dionisio Ridruejo, ya fuera de España, concretamente en Francia, donde fui durante cinco años Lector de Español en la Universidad de Dijon y donde estaba cuando se produjo el "putsch" de Argelia, publiqué en el Dijon-Lettres de abril de 1961 un artículo, "Remarques et Avis sur le Fascisme" en que advertía a los franceses del peligro que corrían de ver su país en manos de un régimen del tipo del que tanto sufría el mío.

Y en los Estados Unidos, donde, como becario Fulbright, enseñé dos años y tuve el honor de conocer y tratar en Nueva York a Victoria Kent, ésta dio cabida en el número del 15 de diciembre de 1966 de la revista Ibérica a una extensa carta -"Open Letter to General Iniesta"- en la que al Director de la Academia Militar de Zaragoza, que, por su parte, en una alocución había incitado a los cadetes a revivir el espíritu del 36, el espíritu de "la Cruzada", le decía que estaba haciendo un flaco servicio a España.

De vuelta a España, en su número del domingo 1 de enero de 1967, el ABC publicó "Un hombre con suerte", cuento de Navidad en un tono de humor un tanto negro, que después aparecería en un libro de relatos míos editado en Nueva York porque varios de esos relatos no habrían podido pasar la censura aquí en Madrid. Seguirían en aquel año en ABC dos relatos de humor sobre "the American Way of Life" del por aquel entonces todavía inédito libro Los americanos en América y, mientras fue Jefe de Colaboraciones Miguel Pérez Perrero, el famoso "Donald", critico de cine y hombre de mente abierta, en los primeros años setenta, me publicó una treintena de artículos, algunos también en tono de humor y sobre países extranjeros, pero otros como "Timothy y los españoles" o "De los que piensan bien y los que piensan todavía mejor" que ahora no alarmarían a nadie pero que en aquellos tiempos resultaba que eran muy atrevidos y contribuían al llamado y, por "los del Régimen", detestado "aperturismo". Murió Pérez Perrero, le substituyo alguien de cuyo nombre no quiero acordarme y se acabó el aperturismo para mí.

Informaciones, que, antes de que se fundase El País, tenía como subdirector a Juan Luis Cebrián y que era el periódico que leían "las izquierdas", el 11 de marzo del 75, cuando todavía faltaban unos meses para que muriese Franco, calificaba de "lección magistral" y publicaba una carta mía en la que animaba a los alumnos del Instituto "Gregorio Marañón", donde enseñaba Inglés, a seguir siendo como eran, es decir, violentamente inconformistas con lo que teníamos, es decir, con el franquismo.

Dionisio Ridruejo, entrañable amigo mío y hombre magnífico, murió unos meses antes que Franco, contra el que tanto y con tanto coraje había luchado. Murió el pobre Dionisio unos meses antes que el odioso dictador. La noche del triste día en que enterramos a Dionisio, con su nombre por título, apareció en el vespertino Informaciones un artículo en que yo le lloraba y ponía en contraste su figura, "el anti-Crispín por excelencia", con la de aquel que le sobrevivía y que, ciego para las ideas y ducho como el personaje de Benavente en crear intereses y atar por ellos a otros a sí mismo, llevaba cuarenta años mandando en España.

Muerto Dionisio, pasé a colaborar con Enrique Tierno Galván en el P.S.P. y presumo de haber estado en el principio del que se iba a conocer como "el Consenso" cuando, de acuerdo Enrique Tierno y Adolfo Suárez en que debía aceptarlo y sabiendo el último que yo, que desde muy joven había luchado contra "el Régimen", era e iba a seguir siendo militante de un partido todavía clandestino, acepté un cargo, el de Secretario Nacional de Cultura, que me dio la posibilidad de colaborar con él y con Carmen Diez de Rivera en la tarea de traer la democracia a España. Con Carmen Diez de Rivera ya había estado yo en la U.S.D.E, el grupo social demócrata liderado por Dionisio Ridruejo, y volvería a estar, ambos como miembros de la delegación del P.S.P y coincidiendo con nuestro común amigo don José Prat, que era uno de los representantes del P.S.O.E., en la gestora para la unidad de los dos partidos socialistas en Madrid. Cuando la que acertadamente había sido conocida como la Musa de la Transición murió, yo, que había tenido el honor de colaborar con ella y el privilegio de su amistad, sentí la necesidad de rendirle homenaje y, en una carta que el 5 de diciembre de 1999 publicó El País, la recordé como "esa extraordinaria mujer, bella, distinguidísima, inteligente y abnegada, que, en aquellos tan difíciles tiempos de la Transición, tanto hizo por que llegara la democracia a España".

En el 78, como yo, que había encabezado la candidatura del P.S.P. en Falencia para las elecciones al Congreso de los Diputados un año antes, hubiese visto durante la campaña que eran muchos los que, diciéndose de izquierdas, sostenían con entusiasmo una causa, la de los nacionalismos, que a mí me parecía propia de la derecha y especialmente indicada para hacer difícil o imposible una verdadera democracia en España, envié a Informaciones y este periódico me publicó tres muy largos artículos con el título común de "Regionalismos y mini-nacionalismos alienantes", que ahora irán en la selección de este libro, porque, desgraciadamente, sigue produciéndose la alienación que denunciaba y nuestro, con tanto trabajo conquistado, Estado de Derecho sigue teniendo una grave amenaza en los numerosos aspirantes a ser las "cabezas de ratón" de que allí hablaba. El País a lo largo de todos estos años ha publicado un par de artículos míos, uno cuando murió don Salvador de Madariaga, que me había honrado con su amistad desde que, en el verano de 1963, Rafael Martínez Nadal me había presentado a él en Londres y cuyo libro España, tal y como decía en el publicado artículo, había terminado de convencerme de que debía quitarme los correajes de la O.I cuando todavía era un muchacho.

Con el tiempo y cuando se produjo la llamada "guerra del chador" en Francia, el ya fallecido Estaban Barcia, que dirigía la sección de Educación en el periódico y que sabía de mis convicciones laicistas, me pidió un trabajo que publicó en esa sección suya, pero, aunque algunos artículos más he enviado a El País, este periódico no me ha publicado ningún otro.. Como no he querido renunciar a un campo de batalla tan apropiado para defender mis ideas y atacar las de algunos a los que tengo por adversarios de ellas, me he tenido que conformar con enviar cartas al Director de El País y, sobre todo en sus primeros años, el periódico publicó muchas de ellas. Han sido 78 las cartas publicadas y en ellas he dado mi opinión sobre la escuela pública y el laicismo, el socialismo, el integrismo eclesiástico, los nacionalismos grandes y pequeños, la homosexualidad, la eutanasia -fui uno de los fundadores de la asociación Derecho a Morir con Dignidad y publicó El País una carta mía cuando se fundó- y sobre otros muchos temas. Siempre, en cuantos campos de batalla con palabras entré, luché por las ideas que, a mi modo de ver, mejor podían hacer que la sociedad española fuese digna de ser vivida. Por una sociedad libre, justa y solidaria, en la que libertad y justicia se aseguren la una a la otra, porque, como más de una vez he escrito, la libertad sin la justicia social se convierte en una farsa, mientras que la justicia social sin la garantía de la libertad puede terminar por no saber a nada o por saber muy amarga.

Ha sido en mi propia tierra y en la edición del Sur, la de Segovia, de El Norte de Castilla, donde durante más tiempo he tenido campo en que expresar lo que pienso. Angélica Tanarro, gran periodista y muy querida amiga mía, me llevó a colaborar en ese periódico y, en él, con el tiempo, entre 1993 y 1998, aparte de 31 "Crónicas del planeta Tierra", escritas en el tono de humor que había sido el de mi libro Los terrícolas, publicado en 1976 con galácticas ilustraciones de Forges, llegué a publicar hasta 193 artículos en los que traté de todo lo divino y lo humano sin restricción alguna. Disfrutando enteramente de esa libertad por la que a lo largo de mi vida tanto había luchado.

Victorino Mayoral, Presidente de la Liga Española de la Educación y Cultura Popular y diputado socialista, hombre que reúne las no frecuentemente reunidas cualidades de ser un intelectual de altura y un buen gestor político y a quien tengo por un buen y muy querido amigo, me ha incitado ahora a publicar una selección de mis trabajos periodísticos y otros. Ya tenía que agradecerle el que, hace muchos años, al darme la oportunidad de luchar por mis profundas convicciones laicistas en esa Liga por él refundada en el interior de España tras los tiempos del franquismo, me diese la posibilidad de no verme derrotado por los años. Me diese la posibilidad de pensar que, ya jubilado en la enseñanza, todavía servía para algo.

Irá, claro está, en la selección el largo artículo o corto ensayo que, con el título "El laicismo hoy" y el subtítulo "De la Revolución Francesa a la reacción americana", se publicó como aportación mía al libro Laicidad 2000, prologado por Victorino y publicado por la fundación CIVES en 1990. Se publicará de nuevo porque pienso que, en estos tiempos de ahora en que se habla de cosas como la globalización, el choque de civilizaciones, el final de la historia, la Nueva Era, el Nuevo Imperio y tantas otras por el estilo, en lo que en Laicidad 2000 escribíamos Victorino, Michel Morineau y yo mismo estábamos ya hablando de mucho de lo que ahora está sucediendo. Quienes se dignen leer todos estos escritos, los restos de combate que hay en este libro, se darán cuenta de que, en distintos contextos, en distintas publicaciones, en distintos tiempos, a menudo me repito. Soy repetitivo, es cierto. Y eso porque hay unas cuantas ideas que nunca me abandonan, de las que estoy completamente convencido, que son los leitmotiven, los motivos conductores de lo que escribo: Estoy completamente convencido de que deben ser superados los nacionalismos grandes y pequeños: de que hay que consolidar la unidad de Europa; de que Europa, cuyas raíces más hondas y nutricias, a mi modo de ver, no se encuentran en la que alguien ha considerado como "la superstición asiática", es decir, en las dos primeras religiones del Libro, sino en el racionalismo crítico propio del mundo greco-latino, cuando en el Renacimiento volvió a esas raíces suyas, progresó en tres etapas que a lo largo de varios siglos supusieron las conquistas sucesivas de la libertad de conciencia y la secularización del saber, de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y de los Estados del Bienestar.. Estoy convencido asimismo y es otro lugar común en lo que escribo, de que España ha sufrido demasiado a causa del que llamo "el maleficio de las efes", es decir, de la cadena de reacción constante y siempre triunfante que, desde que, en los tiempos de Trento, se consolidó la alianza del Trono y el Altar y teniendo como eslabones a Felipe II, a Fernando VII y a Francisco Franco, apartó a nuestro país del progreso de otras naciones europeas, y pienso que ya es tiempo de que también aquí, separados por fin la Iglesia y el Estado, éste sea realmente un Estado laico y en él cuestiones tales como los derechos de la mujer, los métodos anticonceptivos, el aborto, el divorcio, la homosexualidad, la eutanasia, la investigación con células-madre y otras por el estilo se aborden con criterios, tal vez menos divinos, pero indudablemente más humanos que los que hasta ahora se han impuesto a la hora de abordarlos.

Si hubiese que buscar un común denominador para cuanto, a veces repitiéndome, he escrito, ese común denominador sería el laicismo. Un laicismo que yo tengo por consustancial con el socialismo. Un laicismo que en esos escritos míos a menudo puede y hasta debe verse con un fuerte componente anticlerical, porque, siendo yo de un país, España, donde el dominio de la sociedad por la institución eclesiástica ha sido tan grande y, a mi modo de ver, tan nefasto, no podía por menos de rechazarla, pero que no es ni algo parecido a mi propia religión ni algo contrario a la religiosidad de los demás.

Soy agnóstico y, con frecuencia, en estos tiempos en que veo que, una vez más, algunos integrismos religiosos llevan a cosas tales como el terrorismo y a choques que unos tienen por cruzadas y otros por yihads o guerras santas, no puedo por menos de pensar que tal vez sería bueno que, de hecho, el hecho religioso pasase a la Historia. Que, superado por un humanismo racional y compasivo, fuese algo a estudiar, pero no a seguir viviendo. Que dejase de pesar lo mucho que pesa sobre las sociedades a las que a menudo todavía definen esta o la otra creencia. Sin embargo, de nuevo y porque me doy cuenta de que aquella superación es muy difícil y quizás imposible, de que la gran mayoría de los seres humanos, incapaces de conseguir por sí mismos una explicación de su propia existencia y la del mundo en que ahora existen y encontrando muy difícil asimismo el vivir esta vida sin ninguna esperanza de seguir viviendo después de ella, no se conforman con que pueda no haber ni explicación ni esperanza de supervivencia y precisan que, más o menos irracionales, ambas les sean dadas; y porque también me doy cuenta de que la gran mayoría de seres humanos, incapaces de darse a sí mismos normas de conducta que regulen su convivencia con los demás, aceptan de buen grado que esas normas les sean impuestas por quienes dicen interpretar la voluntad de Alguien que transciende al ser humano, de Alguien que ellos mismos han creado y que estaría por encima de la Humanidad, respeto la religiosidad de una infinidad de gentes y me limito a luchar por lograr que los profesionales de la fe y la promesa, los que viven de ellas, los que venden lugares en otros mundos, interfieran lo menos posible en lo que considero como el buen gobierno de éste.

Sin que lo que acabo de escribir quiera decir que yo no admire y hasta a veces envidie a no pocos creyentes y muchos dispensadores de las creencias que, movidos por una bien arraigada y fuerte fe, dan magníficos ejemplos de abnegación, de entrega a los demás y de capacidad de sacrificio, haciéndose merecedores de la gratitud de cuantos, creyentes o no creyentes, sabemos de ellos. He de confesar ahora que, en los benditos -nunca mejor empleado el término- tiempos del nacional-catolicismo, yo era un laicista sin saberlo. No se solía hablar entonces del laicismo. Pocos sabían con precisión en qué consistía lo de ser laicista en tiempos en que, por ejemplo, la asignatura de Religión era una "maría" cuya idoneidad nadie ponía en tela de juicio en ninguno de los niveles de la enseñanza. Tampoco en la universitaria. Cuando, por fin, supe yo lo que el laicismo era e hice mías las convicciones de un laicista, me encontré con que, en mi país, esa gran maestra de marketing que, por su continua y excelente práctica durante siglos de él, había venido a ser la institución eclesiástica, sostenía que el laicismo era algo trasnochado, no cosa de estos tiempos. Que, olvidada ya la Inquisición, concedido el perdón a la Iglesia por lo de Galileo y otros lamentables errores del pasado, yo luchaba contra corriente cuando, en cuantos campos de batalla en letra impresa se me ofrecían, luchaba a favor prácticamente de todo aquello que la Iglesia condenaba, y, desde luego -y esto sí que era puro y proclamado laicismo-, en contra de que la religión se enseñase en las escuelas del Estado. Incluso en las primarias. Había sido en Francia, país en el que el laicismo está profundamente arraigado y es muy frecuente que los católicos practicantes sean laicistas ellos mismos, donde, durante los cinco primeros años sesenta, cuando, como ya he dicho, enseñé en Dijon, había tenido constancia de la importancia positiva del laicismo y me había dado cuenta de que era laicista yo mismo. Allí, en Francia, disfrutando de una sociedad culta y avanzada, muy a menudo me había llegado a sentir como culpable por venir de un país en el que lo más arraigado era el poder del clero y donde, cada vez que ese poder se veía amenazado en el mundo, surgía alguien que venía a reforzarlo: con espíritu castrense, un Ignacio de Loyola en los tiempos de Trento o, usando el secretismo y halagando sus vanidades para hacerse con la voluntad de los que tienen el poder del dinero, un Monseñor Escrivá de Balaguer en estos tiempos nuestros.

Ahora que, en mi propio país, veo que el socialismo, que, como también ya he dicho y la Iglesia sabía muy bien cuando desde el momento en que surgió le opuso una encarnizada resistencia, es consustancial con el laicismo, está ganando la partida y que, "malgré la calotte", que dirían en Francia, o "a pesar de la Conferencia Episcopal", como tendríamos buenas razones para decir aquí en España, nuestra sociedad está cada vez más secularizada y el término laicismo aparece en las pancartas con las que se manifiestan los jóvenes; ahora que veo que, en este país nuestro, el laicismo, lejos de ser algo trasnochado, es un grito en pleno día de las nuevas generaciones, me alegro de haberme hecho viejo luchando por una idea que, por vieja que en realidad sea, entre nosotros, se diría tan joven y que, por fin, se está abriendo un ancho camino por aquí.

JUAN PABLO ORTEGA


Texto de la contraportada

Juan Pablo Ortega afirma que el laicismo es el común denominador de las ideas por las que ha luchado a lo largo de su ya larga vida. Convencido como está de que lo que él tiene por "el maleficio de las efes" -Felipe II, Fernando VII y Francisco Franco- impidió que España se incorporase a su debido tiempo a cada una dé las tres transformaciones, la religiosa, la política y la social, que sucesivamente trajeron la libertad de conciencia, los Derechos del Hombre y los Estados del Bienestar a Europa, y convencido, asimismo, de que la influencia de la Iglesia Católica sobre nuestro país ha sido un decisivo factor de la fatal cadena de reacción que en éste se ha dado, aboga por que, de una vez y para siempre, la separación de la Iglesia y el Estado sea aquí un hecho.

Juan Pablo Ortega (El Espinar, Segovia, 1924) ha sido profesor de español en universidades francesas y norteamericanas y de inglés en institutos españoles. Autor de libros de creación, de novelas, relatos cortos, cuentos infantiles, humor y teatro, publica ahora en Biblioteca Nueva una selección de artículos y ensayos que, sobre muy diversos temas y a lo largo de varias decenas de años, firmó en revistas y diarios. Actualmente es Presidente de Honor de la Liga Española de la Educación y Cultura Popular, ONG defensora de la escuela pública.


Actualizada el 17 06 2007